El río fluye alegre y cantarín al paso de un pequeño pedregal. Sus aguas claras y frías acarician los innumerables fragmentos rocosos acumulados con el tiempo. A simple vista todas las piedras son iguales: grises, angulosas, estáticas. Entre tanta caliza una piedra se sentía diferente, soñaba con ser diferentes. Sus hermanas piedras eran incapaces de apreciar esa sensibilidad. Sabían su misión en la vida que les había tocado vivir. Observaban el paso del tiempo, el cambio de estaciones, el fluir del río y no se preguntaban nada más. Tampoco a ella la veían diferente, no era más que una piedra.
El verano estaba siendo caluroso y el río había disminuido su caudal. El sol incidía directamente en cada una de las rocas que sentían como sus partículas se dilataban. El otoño se hizo de esperar pero su llegada fué contundente. Un fuerte viento azotaba las hojas de los árboles, las flores y arbustos y hacía vibrar cada uno de los rincones del pedregal. El invierno trajo consigo innumerables tormentas. La lluvia no cesaba de caer y el caudal del río creció de manera sorprendente. Un embiste del agua se llevó consigo a la piedra que se sentía diferente, que soñaba con ser diferente. Desconcertada al principio sintió como la fuerza del río la arrastraba dando tumbos de un lado para otro. Los golpes y las vueltas en el agua la hicieron caer en la cuenta de que había abandonado el pedregal para siempre. Era piedra y por tanto su destino estaba al merced del río. El paisaje allí arriba no modificaría con su ausencia. El cambio sería prácticamente imperceptible.
Las lluvias amainaron y el aumento en las horas de sol trajo consigo la primavera. La piedra que se sentía diferente seguía rodando pero cada vez de forma más tranquila. Los golpes eran menos y la velocidad había disminuido considerablemente.
Un día el trayecto llegó a su fin. De nuevo volvía a estar quieta. Se encontraba ante una inmensidad de agua salada y azul. Antes de que pudiera darse cuenta, su quietud se veía acariciada por un ir y venir de espuma blanca y cálida. Las olas que rompían en la orilla le hacían dar pequeños saltos, la atraían en un balanceo para devolverla junto a otras piedras de tamaños y colores infinitos. Ninguna piedra de las que alcanzaba a ver era igual que ella. Pero tampoco ella era como recordaba, como la imagen que tenía de sus hermanas piedras.
Unas risas infantiles y unos pasos presurosos se acercaban a la piedra que soñaba ser diferente. Unos deditos ágiles y jugetones rebuscaban a su alrededor hasta que fueron a toparse con ella. El niño de cuatro años la miraba con atención y sonreía. La acariciaba y sonreía satisfecho mientras buscaba a su alrededor. Hasta que de nuevo volvió a correr con ímpetu hacia la chica que tomaba el sol junto a su amiga y que había conocido horas antes entre juegos y bromas.
- Amiga, te he estado buscando. Toma, te traigo la luna en forma de piedra.
El niño entrega su luna particular. La chica recibe el recuerdo de unos juegos y unas risas. La piedra nunca más será una piedra cualquiera.
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